La madrugada del 20 de julio de 1921, fue rota por los haces de luz que provenían de un avión.
La aeronave, un poco más grande que una avioneta bimotor actual, había partido en la noche desde San Luis Potosí.
Era la etapa de pruebas de los aviones que comenzarían a surcar los cielos mexicanos con pasajeros y correo a bordo. Hasta entonces, los vuelos sobre el país habían sido sólo de índole militar, de observación, de reconocimiento de terreno, de espionaje de tropas, de traslado de mandos militares.
Aquel vuelo de San Luis Potosí a la Ciudad de México fue una proeza en su tiempo y marcó el inicio formal de la aviación civil mexicana.
Guiados por la luz
Las notas informativas publicadas en Excélsior, señalan que para que el vuelo fuera posible se habilitaron dos enormes fanales (faroles) y dos reflectores que tenían como fin marcar el sitio de la pista de aterrizaje en los llanos de la Escuela de Aviación de Balbuena.
No existían radares, sino cartas de navegación. El vuelo realizado por Felipe Santana y Rafael O’Neill se hizo siguiendo coordenadas y guiándose por la iluminación de algunas ciudades, hasta que pudieron observar a lo lejos la estela de los dos enormes reflectores instalados ex profeso.
Durante aquellos días, se realizaron innumerables vuelos de pruebas entre ambas ciudades, estableciéndose un récord de dos horas y 28 minutos, por el piloto estadunidense J. Williams a bordo de un avión Lincoln Standard que era exhibido para ser adquirido por alguna empresa nacional o bien, por la Secretaría de Guerra y Marina para crear la fuerza aérea mexicana.
Aquel vuelo de Williams, concluyó “con toda felicidad, sin haber ocurrido gravedad alguna ni al aviador ni al aparato”.
Eran los días en que el presidente Álvaro Obregón se erigía como el principal líder de la era post revolucionaria; la Ciudad de México recibiría energía eléctrica desde la Presa de Necaxa, en Puebla; se comenzaban a vender los lotes en la colonia Del Valle; se daban las primeras carreras de autos en México, y la capital era azotada en febrero por tolvaneras que llegaban desde el seco lecho del ex Lago de Texcoco, donde se encontraba Balbuena.
A pasear
El lunes 25 de julio, apenas cinco días después del épico vuelo de Santana y O’Neill, se anunció la apertura de la ruta entre la Ciudad de México y Tampico.
El reportero de Excélsior anunciaba que se podía salir de Balbuena alrededor de las 8:00 horas, volar a la ciudad tamaulipeca, almorzar, pasear e incluso ir a la playa, y por la tarde volver a la capital.
El vuelo sencillo tenía un costo de 125 pesos y duraba alrededor de dos horas y media, contra los dos días y medio que se estimaba tardaba en realizar el mismo viaje en tren, en alguno de los pocos autos que se aventuraban a las brechas de la época, o a lomo de mula.
Las aeronaves utilizadas en esa ruta aérea comercial eran Farman Goliath, que avanzaban a una velocidad crucero de 100 kilómetros por hora, pesaban dos toneladas y cargaban hasta 640 kilogramos de combustible.
El reportero dio cuenta hace 90 años que los asientos eran de mimbre tejido y había un sanitario al fondo de la nave. Una vez que alcanzaba altura de vuelo crucero, los ocho pasajeros “no advertían movimiento alguno” en el avión.
La flota que abrió el puente aéreo que daba acceso a los campos petroleros más grandes en México, era de tres naves.
En meses posteriores, iniciaron los viajes a Ciudad Juárez, Monterrey y Piedras Negras.
Era la etapa de pruebas de los aviones que comenzarían a surcar los cielos mexicanos con pasajeros y correo a bordo. Hasta entonces, los vuelos sobre el país habían sido sólo de índole militar, de observación, de reconocimiento de terreno, de espionaje de tropas, de traslado de mandos militares.
Aquel vuelo de San Luis Potosí a la Ciudad de México fue una proeza en su tiempo y marcó el inicio formal de la aviación civil mexicana.
Guiados por la luz
Las notas informativas publicadas en Excélsior, señalan que para que el vuelo fuera posible se habilitaron dos enormes fanales (faroles) y dos reflectores que tenían como fin marcar el sitio de la pista de aterrizaje en los llanos de la Escuela de Aviación de Balbuena.
No existían radares, sino cartas de navegación. El vuelo realizado por Felipe Santana y Rafael O’Neill se hizo siguiendo coordenadas y guiándose por la iluminación de algunas ciudades, hasta que pudieron observar a lo lejos la estela de los dos enormes reflectores instalados ex profeso.
Durante aquellos días, se realizaron innumerables vuelos de pruebas entre ambas ciudades, estableciéndose un récord de dos horas y 28 minutos, por el piloto estadunidense J. Williams a bordo de un avión Lincoln Standard que era exhibido para ser adquirido por alguna empresa nacional o bien, por la Secretaría de Guerra y Marina para crear la fuerza aérea mexicana.
Aquel vuelo de Williams, concluyó “con toda felicidad, sin haber ocurrido gravedad alguna ni al aviador ni al aparato”.
Eran los días en que el presidente Álvaro Obregón se erigía como el principal líder de la era post revolucionaria; la Ciudad de México recibiría energía eléctrica desde la Presa de Necaxa, en Puebla; se comenzaban a vender los lotes en la colonia Del Valle; se daban las primeras carreras de autos en México, y la capital era azotada en febrero por tolvaneras que llegaban desde el seco lecho del ex Lago de Texcoco, donde se encontraba Balbuena.
A pasear
El lunes 25 de julio, apenas cinco días después del épico vuelo de Santana y O’Neill, se anunció la apertura de la ruta entre la Ciudad de México y Tampico.
El reportero de Excélsior anunciaba que se podía salir de Balbuena alrededor de las 8:00 horas, volar a la ciudad tamaulipeca, almorzar, pasear e incluso ir a la playa, y por la tarde volver a la capital.
El vuelo sencillo tenía un costo de 125 pesos y duraba alrededor de dos horas y media, contra los dos días y medio que se estimaba tardaba en realizar el mismo viaje en tren, en alguno de los pocos autos que se aventuraban a las brechas de la época, o a lomo de mula.
Las aeronaves utilizadas en esa ruta aérea comercial eran Farman Goliath, que avanzaban a una velocidad crucero de 100 kilómetros por hora, pesaban dos toneladas y cargaban hasta 640 kilogramos de combustible.
El reportero dio cuenta hace 90 años que los asientos eran de mimbre tejido y había un sanitario al fondo de la nave. Una vez que alcanzaba altura de vuelo crucero, los ocho pasajeros “no advertían movimiento alguno” en el avión.
La flota que abrió el puente aéreo que daba acceso a los campos petroleros más grandes en México, era de tres naves.
En meses posteriores, iniciaron los viajes a Ciudad Juárez, Monterrey y Piedras Negras.
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