Con frecuencia he defendido la idea de la aceptabilidad de la derrota como elemento esencial del funcionamiento democrático. La solía contraponer a la alternancia defendida por los más. Después he ido reflexionando en público sobre las actitudes de los que son incapaces de aceptar la derrota, afirmando lo fácil que resulta aceptar la victoria.
El paso del tiempo y la observación de los comportamientos me llevan a considerar más complejas las implicaciones de estas afirmaciones.
Sigo creyendo, con mi amigo A. Prezowsky, que la aceptabilidad de la derrota es más definitoria de la democracia que la alternancia. Ésta puede no producirse por la libre decisión de los ciudadanos, que, durante prolongados periodos de tiempo, pueden seguir prefiriendo una determinada opción política sobre la que constituiría la alternativa de poder, sin que esto reste un ápice de valor al funcionamiento de la democracia.
Sin embargo, si no se dan razonables condiciones de igualdad de oportunidades entre las opciones en juego, la derrota podría no ser aceptable de manera legítima y estaríamos poniendo en peligro la validez del sistema, porque se haría imposible el triunfo de la alternativa de poder y ésta tendría la tentación de romper ese sistema.
Insistiré en la razonable igualdad de oportunidades, para que los que ofrecen alternativas irreales o alejadas de las percepciones mayoritarias, es decir, para los que representan opciones minoritarias socialmente, no trasladen la escasez de sus apoyos a la desigualdad de oportunidades. O para que se comprenda que no existe nunca igualdad plena de oportunidades ni deja de existir una cierta dosis de juego sucio, que pese a todo no invalidan el juego.
La importancia para el funcionamiento de la democracia radica en la expectativa que se genera en el perdedor de la contienda. Perdieron pero podían haber ganado, lo que conlleva la posibilidad de conseguirlo en la próxima o en la siguiente. Esta expectativa mantiene al grupo dentro del juego, evita la tentación de ruptura y termina fortaleciendo y validando al propio sistema democrático.
Los elementos que constituyen la aceptabilidad de la derrota, o si lo prefieren la razonable igualdad de oportunidades de las fuerzas en presencia, son diversos, aunque algunos sean esenciales y otros más ligados a las circunstancias.
Una clara división de poderes, por ejemplo, es de los esenciales. Si el poder judicial actúa de manera sesgada en favor de una opción política, puede desequilibrar gravemente las oportunidades.
Lo mismo ocurre cuando los medios de comunicación no tienen un grado de pluralismo razonable y se concentran -exageradamente- en torno a una de las opciones en juego, o cuando se desequilibra dramáticamente la financiación de los partidos sin marco regulatorio que cree ciertos límites.
Entre las fuerzas en liza, las consideraciones sobre las derrotas se deslizan con frecuencia hacia la autojustificación. Es decir, se niegan a analizar sus propios fallos, sus carencias, para cargar sobre otros factores la derrota. Obviamente no me estoy refiriendo a esto, que no tiene nada que ver con la aceptabilidad de la derrota sino con la condición de malos perdedores. Y aquí empezaría la segunda reflexión.
Que la derrota sea aceptable no es lo mismo que los perdedores sean capaces de aceptar la derrota. He repetido en público, sin aclararlo, que lo difícil es aceptar la derrota, ya que la victoria siempre resulta aceptable, para añadir que a los auténticos demócratas se les conoce por su capacidad para aceptar la derrota.
Además de aclarar las diferencias entre aceptabilidad y aceptación, intento destacar que a los demócratas, como a los buenos deportistas, se les conoce también por el uso que hacen de la victoria. Por su reacción y por su comportamiento a partir del triunfo.
Lo peculiar de esta aproximación es que cuando alguien no sabe perder las posibilidades de que tampoco sepa ganar son altísimas. Así, los políticos que no saben aceptar su derrota, cuando les llega el triunfo, hacen un uso abusivo del poder que obtienen. Se dice que se les sube el poder a la cabeza y pierden el sentido de la realidad o la dimensión de su propia estatura. Es bastante adecuado para definir los comportamientos de este tipo de personajes.
Rara vez las cosas ocurren por primera vez, aunque sea así en la experiencia personal de casi todos los seres humanos. Por eso hay tantos gobiernos "adanistas", que creen que todo lo que hacen, o lo que les pasa, es la primera vez que ocurre. Esto los lleva a pensar que están creando siempre ex novo, que están reinventando la res pública, hasta que se les viene encima el peso de la historia, con sus constantes sociales y su propio ritmo, con sus idas y venidas inevitables.
Me ha tocado vivir una época de grandes cambios. Seguramente los más rápidos y profundos de la historia contemporánea de nuestro país, pero también aquellos que cambiaron la realidad mundial en la frontera de 1989, con las consecuencias de la caída del Muro de Berlín y la revolución tecnológica que está tras la llamada globalización. Pero siempre me ha acompañado la convicción de que la condición humana tiene unas constantes que nos permiten ver a Cervantes o a Aristóteles como contemporáneos nuestros. Probablemente por eso fui siempre un reformista, no un revolucionario.
Mucho más en corto, como dicen al otro lado del Atlántico, las cosas que ocurren en nuestro país, o en los países hermanos de América, me dan la sensación de haberlas vivido ya.
Se trate de lo ocurrido con ETA, del comportamiento de los dirigentes del PP con este tema y con la derrota del 14 de marzo de 2004, o de las "refundaciones" nacionales en la otra orilla, siempre viene a mi mente la misma imagen: me parece haberlo visto ya. Una repetición de la película. Sin duda, noto también las variantes, casi siempre menores pero no siempre mejores o peores.
Me entristece pensar que los líderes crean que saben adónde van sin preocuparse de saber de dónde vienen
(El País, 29/06/2007).-
Felipe González es ex presidente del Gobierno español.
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