La todavía jefa del PRI expresó recientemente: “En el Congreso no tenemos en las manos al país, porque éste es un país de Ejecutivo fuerte, no es un régimen parlamentario. Cuando sea un régimen parlamentario, el Congreso será definitorio”.
A doña Beatriz se le olvidó que ahora sí se vive conforme a la Constitución y que ésta limita al poder presidencial. De la lectura del artículo 80 que señala: “Se deposita el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo de la Unión en un solo individuo, que se denominará Presidente de los Estados Unidos Mexicanos”.
Se podría afirmar que nuestro régimen es presidencial con las facultades consecuentes. Sin embargo, el presidencialismo en México, ejemplo de un sistema autoritario por varias décadas, se ejerció gracias a reglas no escritas y a facultades metaconstitucionales. El presidente gozaba de un enorme poder al ser titular del Ejecutivo y jefe del partido hegemónico, borrando al Congreso como contrapeso y control. En otras palabras, era el país de un solo hombre, con una disciplina vertical y absoluta.
A ese sistema lo juzgará la historia. Si bien en algunos periodos propició estabilidad e impulsó el desarrollo económico, al final la carencia de democracia lo agotó, dando paso a una democracia embrionaria, vulnerable y frágil, pero en la cual funciona un Poder Legislativo auténtico y un Ejecutivo, ahora sí, sujeto a normas escritas. Institucionalmente estamos en el peor de los mundos posibles: con separación de poderes, cámaras de conformación plural sin un partido mayoritario, sin mecanismos de cooperación entre poderes, sin cultura política para el consenso y con fracciones parlamentarias enconadas. Todo ello impide la toma de decisiones.
Hagamos un repaso histórico. La Constitución de Apatzingán señalaba al Legislativo como el poder supremo, la liberal de 1857 concedía enormes atribuciones al Congreso, a grado tal que tanto Comonfort como Juárez y Lerdo se quejaban de lo difícil que era gobernar conforme a su texto. De 1857 a 1874 sólo existió la Cámara de Diputados y por eso los dos últimos presidentes mencionados propusieron crear al Senado para atemperar y debilitar al Poder Legislativo. La Constitución de 1917 fortaleció el presidencialismo. Volvió a proponerse un régimen parlamentario en la Convención de Aguascalientes y todavía en 1920 hubo iniciativas en ese sentido. A partir de ese año, prevaleció una enorme fuerza centrípeta que culminó con la transición en el año 2000.
Paredes ignora que en un régimen parlamentario no hay separación de poderes. Esto ya lo han dicho muchísimos estudiosos. Del partido que tiene mayoría en las cámaras —por sí solo o negociada con otros— emana el primer ministro o presidente. Montesquieu leyó mal el sistema inglés y creyó ver una separación de poderes y no una división para su mejor ejercicio. Y con esa idea Estados Unidos diseñó el régimen presidencial que nosotros imitamos. Por eso hoy se proponen en América Latina figuras del régimen parlamentario —la disolución del Congreso o la moción de censura— y que el electorado dilucide en cualquier momento quién es el vencedor.
Manuel Gómez Morin, fundador del PAN, catedrático de derecho público de 1924 a 1933, escribió en sus apuntes: “El verdadero Poder Ejecutivo es una comisión del Parlamento, al que debe rendir cuenta de sus actos políticos. La división de poderes en este sistema parlamentario no es una cosa muy firme (…). Es condición esencial del gobierno parlamentario un poder, una atribución especial conferida al Ejecutivo. Cuando hay un conflicto entre el Ejecutivo y el Legislativo, o bien éste transige o bien disuelve el Parlamento. Disolver el Parlamento significa hacer una especie de referéndum”.
Vicente Fox tuvo razón cuando señaló que en el régimen actual el presidente propone y el Congreso dispone. El problema ha consistido en que la oposición en el Congreso, con la mayor desfachatez, ni aprueba ni rechaza las muchas propuestas hechas por el gobierno panista, violando la Constitución en su artículo 72 fracción I que señala el término de 30 días para dictaminar. Ahí está el nudo gordiano de nuestra actual vida política.
El gobierno priísta, en 1986, impulsó la cláusula de gobernabilidad cuyo objetivo era, mediante la sobrerrepresentación, darle mayoría a su partido para que pudiera implementar las políticas públicas que desde el Ejecutivo se diseñaban. Esa actitud contrasta, como en otros muchos temas (podríamos dar numerosos ejemplos), con la que ahora ha tenido al haber perdido la Presidencia de la República. Tal parece que el encono ha prevalecido sobre la razón y el compromiso ético.
Lo más notable de todo lo dicho es esa frivolidad con la que ahora líderes priístas afirman que ellos no han sido obstáculo para llevar a cabo las reformas requeridas y culpan al PAN, por no haber sabido convencerlos. Esto sí raya en el extremo de la irresponsabilidad. Ahora resulta que también el PAN tiene que decirle al PRI lo que debe hacer, cuando es de lógica elemental que debe prevalecer siempre, sobre el interés partidista, el interés nacional.
Un partido es instrumento de ciudadanía, no una facción que sin importarle el bien común busca satisfacer apetitos personales. Ojalá la diputada Paredes, antes de concluir su periodo al frente del PRI, pudiera hacer una reflexión más honesta.
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