Según el historiador Tucídides, uno de los textos más hermosos en la historia del pensamiento político es la oración fúnebre de Pericles (495-429 a. C.) a los caídos en la guerra del Peloponeso, en virtud de que procura la mayor originalidad en la transcripción de las ideas. Las primeras frases de esta oración no tienen desperdicio:
“Nuestro régimen político es la democracia, y se llama así porque (es) la utilidad del mayor número y no la ventaja de algunos. Todos somos iguales ante la ley, y cuando la República otorga honores, lo hace para recomponer virtudes y no para consagrar el privilegio. Todos somos llamados a exponer nuestras opiniones sobre los asuntos públicos”.
En estas palabras está contenida la mejor definición de lo que es ese régimen político: las mayorías deciden, un incipiente Estado de derecho, la vinculación ética con la política, la obligación de los individuos a involucrarse en asuntos que a todos atañen y el deber de manifestar nuestra opinión. Sin embargo, lo más importante yace en el fondo: la necesidad de una cultura política que permita que todos asumamos ciertos principios en los cuales no se puede ceder. Si un pueblo no tiene un mínimo consenso en lo que no puede ni debe transigir, es evidente que se está hablando de principios del humanismo político. Esto es, la honestidad, el respeto a la verdad, la solidaridad humana y la búsqueda del bien común.
Si estas ideas básicas no han permeado en la conciencia y no constituyen un núcleo de convicciones básicas, estamos a la deriva. La copla castellana es vieja y se repite insistentemente:
Vinieron los sarracenos
y nos molieron a palos
Dios ayuda a los malos
cuando son más que los buenos.
Ni duda cabe, hasta en la religión se exige democracia, coincidencias básicas sin las cuales no se avanza. Ahí está el meollo del porqué los mexicanos estamos atorados. Ni siquiera consideramos a la Constitución como un texto digno de respetarse, la modificamos con enorme frivolidad y la manipulamos a nuestro capricho.
México está en una crisis de gran calado, no es una crisis pasajera. El asunto, repito, es de índole cultural. Radica en el alma misma del mexicano y se explica en nuestro largo devenir histórico. ¿A qué héroe consideramos como un líder político y moral? ¿En qué conjunto de ideas hemos encontrado coincidencias? ¿En qué etapa de nuestra historia hemos asumido compromisos conjuntos, si no es excepcionalmente cuando recibimos ataques del extranjero? Cuando anda uno en política, es lamentable cómo una y otra vez se oye: “Así lo hacen todos”, como si todos fuéramos iguales y no hubiera remedio, como si la corrupción fuera la normalidad, y en la aplicación de la ley radicara la excepción.
No podemos seguir soslayando los asuntos esenciales de la agenda nacional. Muchos pensadores, hoy, insisten en fijar temas mínimos, entre ellos Héctor Aguilar Camín y Jorge Castañeda. Sin embargo, si no hay calidad humana o ciertos gestos —como ha dicho el presidente de Colombia— que manifiesten una actitud de nobleza y de apertura. ¿Se podría negociar acaso con un Fernández Noroña o un Moreira?
Hay tres anécdotas que relata Adolfo Palomares en la biografía de Felipe González. La primera afirma que Gorbachov y el líder del PSOE, al terminar sus largas charlas, siempre reflexionaban sobre el poder y la condición humana. La segunda detalla la conversación ríspida que sostuvieron Manuel Fraga y el biografiado. El primero, gran jurista, líder y fundador del Partido Popular español, inició la conversación asegurando que, ellos tenían el poder y que no le darían el registro al partido comunista, incluso amenazó con “agarrarse a cachetadas”. La tercera es la entrevista de Adolfo Suárez y Felipe González. Suárez llegó primero a la cita y sus palabras de bienvenida, al abrirle la puerta a González, fueron alusivas al honor que tendría de entregarle el poder. Ahí verdaderamente arrancó la transición política de España hacia la democracia.
Son muchos los autores que han estudiado las virtudes fundamentales del hombre en el poder. Menciono sólo algunos: Marco Aurelio, Baltasar Gracián, el inefable Maquiavelo —quien más bien se refería a habilidades, no a virtudes— y el español Azorín. Si en setenta años se acuñó una cultura que se manifestaba en una forma de hacer política, diez años han servido para aflorar nuestras deficiencias. Tendríamos que hablar de una etapa que nos permita superar la inercia y consolidar la democracia.
Para hacer política se requiere de buenos políticos y para que haya buenos políticos se requiere calidad humana. Para que una democracia sea eficaz se requiere de un pueblo que de manera mayoritaria reconozca como valiosas ciertas virtudes; que estimule y premie éstas y que castigue a los resentidos, a los soberbios, a los deshonestos. La política es la más humana de las tareas y la democracia la más ética de los sistemas políticos. Por eso en las turbulencias de hoy y en las complejidades de nuestra enrarecida vida pública, habrá que decir, en coincidencia con José María Morelos, necesitamos una república que castigue el vicio y premie las virtudes. Así de elemental es el reto del pueblo mexicano. Así de simple es la agenda nacional.
Juan José Rodríguez Prats
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