Periódicos de la época contrastan la entrada triunfal de Francisco I. Madero al DF y la catástrofe
 El 7 de junio de 1911 fue uno de los días más extraños de un siglo  extraño. Con pocas horas de diferencia llegaron a la capital Francisco  I. Madero, es decir, la revolución triunfante, y el peor terremoto de  cuantos habían sucedido en los últimos 50 años. La ciudad de México se  convirtió en dos: era, simultáneamente, luminosa y oscura. Por un lado:  fiesta, vivas, desfiles y exclamaciones de júbilo. Por otro: llanto,  tragedia, ayes de dolor.
Los periódicos se vieron obligados a alternar, al día siguiente,  titulares esquizofrénicos: “Angustioso despertar de la ciudad. El  temblor de ayer no ha tenido precedente” y “Ayer fue para la capital un  día de regocijo patriótico”. En la misma plana había fotos que mostraban  muertos y escombros, y otras donde aparecían muchedumbres eufóricas que  aclamaban al hombre que había logrado poner fin a 30 años de dictadura. 
Qué día más enloquecido aquél. Manifestaciones optimistas y oraciones  fúnebres. Sonrisas que contrastaban con el llanto de deudos. 
A dos semanas de la huida sigilosa de Porfirio Díaz, la ciudad velaba  armas, temblaba de emoción ante la entrada inminente de Francisco I.  Madero. Iba a ser un día de fiesta, pero a las seis de la mañana la  tierra crujió. “Fue espantoso el ruido de los muros al venirse por el  suelo”, reseñó El Imparcial. 
En 22 calles se levantó el pavimento. En avenida Chapultepec se  rompieron las cañerías de agua potable. El cuartel de Artillería de San  Cosme se desplomó: dos baterías de artilleros quedaron sepultadas bajo  los escombros.
Nadie, a excepción de unos cuantos viejos, recordaba un temblor de tal  intensidad. Doscientas casas colapsaron o sufrieron cuarteadoras en  Santa María la Ribera. El servicio de energía eléctrica se desplomó.  Corrían noticias de gente sepultada en Peralvillo, Guerrero, San Rafael,  Santo Tomás y el centro de la metrópoli. El Palacio Nacional, el  Instituto Geológico, la Escuela Nacional Preparatoria, la cárcel de  Belén, la Normal de Maestros y el Palacio Penal registraron desplomes. 
Los diarios hablarían al día siguiente del “fúnebre amontonamiento de  cuerpos llenos de polvo amasado en sangre”, de “cadáveres horrorosamente  manchados”, de “bocas con dentaduras quebradas”, de “ojos trágicamente  saltados de las órbitas”, de montañas de escombros “de los que sacaban  un muerto, y otro, y otro más”. 
Sin embargo, en menos de dos horas, aquel horror quedó atrás. A las 8 de  la mañana parecía que el terremoto había ocurrido en otro tiempo, en  otro mundo. Las calles adquirieron “el aspecto de los grandes días”. Las  fachadas cuarteadas de las casas fueron adornadas con flores y  guirnaldas. En Reforma, Avenida Juárez y San Francisco empezaron a  circular carruajes y automóviles cubiertos por banderas. 
Una hora más tarde no cabía un alfiler en las calles por las que pasaría  Madero. La ciudad entera quería conocerlo, aclamarlo. La gente comenzó a  treparse a las estatuas y los monumentos. Un reportero vio a ciudadanos  encaramados en el brazo extendido de Carlos IV, y en la cabeza de  bronce de Colón. El tráfico era infernal.
La ciudad tenía medio millón de habitantes. Se calculó que 300 mil  personas se habían volcado en las calles. Una ola humana imposible de  contener rodeaba la estación de trenes de Colonia (en Insurgentes y  Reforma). Emiliano Zapata y otros rebeldes del sur del país, procuraban  mantener el orden en la estación: habían prometido darle garantías al  líder. Con un severo traje de luto, la hermana de Aquiles Serdán  aguardaba en el andén con un ramo de flores en la mano.
Había bandas de música, delegaciones de estudiantes procedentes de  escuelas, y 22 clubes políticos que se aprestaban a tomar parte en el  desfile. Un periodista de El Diario del Hogar anotó que, repentinamente,  los habitantes de la ciudad se habían convertido en furibundos  maderistas: los que apenas un mes no salían de las antesalas  porfiristas, ahora “lanzaban oprobios contra aquellos a quienes antes  iban a rendir sumisión”. 
Mucha gente que no conocía el olor de la pólvora —y durante la contienda  no había puesto un pie fuera de México—, ahora se paseaba con el traje  caqui de los maderistas y un rifle Winchester en la mano. 
El tren arribó a la estación a las 12:18. Con un semblante en el que “se  retrataban los sufrimientos de la campaña”, Madero apareció apoyado en  la barandilla trasera del carro 3,304. Vestía sombrero de bola, jaquet  negro y pantalón a rayas. Lo acompañaban Giuseppe Garibaldi, Juan  Sánchez Azcona, su hermano Gustavo, y su esposa Sara. 
“Un grito unánime llenó todos los aires”, “cayó sobre él una intensa  lluvia de flores naturales”. El tumulto fue indescriptible. “Hay cosas  que no se pueden relatar: necesitan verse”, escribió un reportero.  Fueron tantas las apreturas y los empujones, que al mismo embajador de  Cuba le robaron el reloj.
Los zapatistas tuvieron que cargar contra la multitud para que Madero  pudiera abordar el coche “a la Dummont”, tirado por cuatro caballos  blancos y guiado por palafreneros de peluca blanca y medias de seda, que  lo esperaba a las puertas de la estación. Más tarde se criticó que el  caudillo de la democracia entrara en la ciudad con lacayos empelucados y  un coche enjaezado a la usanza de las monarquías.
Pero nadie reparó en el detalle: “el entusiasmo rayó en locura”, “jamás  habíamos visto cosa semejante en México”, “la recepción del señor Madero  sólo puede compararse con la que se le hizo a Benito Juárez”, narraron  periodistas.
A Madero le tomó tres horas pasar por Reforma, doblar en Avenida Juárez y  seguir por San Francisco. No dejaron de caer confetis y serpentinas.  Balcones y azoteas lucían henchidos de público. Los hermanos Casasola  oprimían el obturador de sus cámaras. “¡Qué pequeñito es Madero!”,  murmuraba la gente. 
De todo aquello, sólo quedan unas fotos. El caudillo inclinaba la  cabeza, agitaba el sombrero, estrechaba las manos. En Palacio Nacional,  fue obligado a asomarse al balcón tres veces.
Dos años más tarde los mismos que lo aclamaban celebrarían con júbilo su  asesinato. Mientras tanto, se cantaba el Himno, se disparaban cohetes.
Nadie olvidó aquel día. Había quedado escrito que en adelante las cosas  serían como ese amanecer que albergó la muerte, y la última esperanza.
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