Juan José Rodríguez Prats
Paul Valery escribe un provocativo pensamiento cuyas repercusiones no dejan de inquietarnos: “El futuro ha dejado de ser lo que era”. El líder uruguayo Julio María Sanguinetti la utiliza en sus reflexiones políticas y los españoles Felipe González y José Luis Cebrián titulan un libro con ese mismo pensamiento.
Efectivamente, antes el futuro era predecible, podía ser planeado y, de alguna manera, con todo y los cambios, uno podía confiar en lo que iba a suceder. Desde el inicio del siglo XXI, o tal vez desde el brutal atentado a las torres gemelas de Nueva York, la conciencia de la humanidad se ha cimbrado y México se ha impregnado de una enorme incertidumbre. Hoy, el futuro se nos muestra con un solo símbolo, el de la interrogación. Estamos cargados de dudas y viejas convicciones han sido sacudidas.
No me gustaría que mis primeras reflexiones de este año estuvieran cargadas de escepticismo, pero no podemos negar lo que a todas luces es nuestra realidad. Los latinos solían decir post hoc ergo propter hoc, o sea: “lo que viene después es causado por lo que antecede”. Se han cometido muchos errores, se han acumulado muchas fallas. Venimos arrastrando décadas de mala política.
Precisamente por estas razones, a fines del año pasado me hice el propósito de dejar las lecturas políticas para leer novelas, que enseñan más sobre la condición humana. Italia podrá presumir de tener los mejores estudiosos de la política: Maquiavelo, Mosca, Gramsci, Bobbio, Sartori.
Sin embargo, tal vez Dante, hace 700 años, haya aportado más para conocer la naturaleza humana. Habría que preguntarnos en qué círculo ubica a Silvio Berlusconi. O tal vez tengamos que recordar su sentencia a los indolentes, aquella “¡torpe gente que nunca estuvo viva!”, corriendo detrás de una bandera que no representa nada. Esa sabiduría política acumulada dice más que muchos tratados de ciencia política.
Por esta razón, en forma divertida, me solacé leyendo dos novelas que describen dos mundos totalmente opuestos, El sueño del celta, en la que Mario Vargas Llosa confirma su calidad de premio Nobel y que nos describe el tercer mundo más descarnado de Africa y América, así como la lucha de Irlanda y Hoguera de vanidades, de Tom Wolfe, lectura desde hace algún tiempo pospuesta, que nos describe la élite capitalista de Wall Street en Nueva York. Las dos obras tienen una coincidencia: la veleidad del hombre. Como bien escribe el literato latinoamericano, “nada es blanco y negro, ni siquiera una causa justa. También aquí aparecen esos grises turbios que todo lo nublan”.
Y bien, estamos en el 2011, preludio del 2012, que no es simplemente reiterar lo obvio. México —y diría más bien su clase política— debe reconocer que nuestro más grave problema es la degradación de la política y el hecho palpitante de que hemos agotado el discurso político. Está resquebrajada la comunicación entre líderes y ciudadanía. La cuestión es cómo mejorar la calidad de nuestra política y cómo restablecer la comunicación entre los hombres del poder y la sociedad. Menudo conflicto que remite a la ética, al sentido común, a la depuración del lenguaje y nuevamente a la condición humana. Me parece que tenemos que partir de algunas cuestiones fundamentales.
Estoy convencido que el pueblo de México tiene más virtudes que vicios, pero si los buenos se marginan, los malos hacen mayoría; si los buenos sienten que la policía es sucia, los malos toman la iniciativa, como parece estar sucediendo. He aquí el primer reto: estimular la participación que implica responsabilidad.
Hemos arribado a la democracia, pero sin una cultura política que le dé sustento. Toda democracia exitosa debe estar sustentada en tres principios fundamentales, que son el núcleo de su doctrina: respeto a la verdad y a sus consecuencias; respeto a la ley que conlleva la eliminación de la impunidad; y tolerancia para llegar a acuerdos y vencer los resentimientos y el encono.
Por mi experiencia política diría que la falla fundamental de México está en el Estado y a un aparato de administración pública atrofiado, al que no se le ha aplicado la necesaria cirugía para hacerlo eficaz. Todo lo que acontece, desde el reciente accidente de San Martín Texmelucan hasta los niveles de inseguridad, recaen en el sector público. El mal viene de lejos y estalló al arribar a la democracia.
Así tenía que ser, la democracia es enemiga de la opacidad y hace que afloren con toda su crudeza los males acumulados por muchas administraciones. La ventaja de la democracia está en su capacidad de corrección y solamente en ese escenario debemos celebrar que afloren nuestras enormes falencias.
En fin, emprendamos, cada quien en su ámbito de responsabilidad, nuestras tareas. El 2011 nos debe obligar a la objetividad. Si el diagnóstico es deficiente, el tratamiento será equivocado. Efectivamente, no es sano insistir en lo malo, tampoco lo es regodearse en sólo ver lo que está bien, así no se toman decisiones adecuadas ni se corrige lo que está mal. Mucho menos debemos soñar con soluciones mágicas y globales que nos pueden conducir de nuevo al autoritarismo y a la arbitrariedad. El asunto tendrá que ser asumido fragmentando problemas y soluciones, focalizando políticas específicas, diseccionando el organismo nacional y estatal, descentralizando y especificando a qué orden de gobierno corresponden las tareas.
Con estos buenos propósitos y confiado en que ésa es la mejor forma de ser optimistas, veamos este año que empieza.
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