Con el desaire de los poblanos a cuestas y el Centro de Convenciones a la mitad de su cupo, el gobernador se reveló como ser humano tras vivir seis años en el Olimpo de Los Fuertes
Hay salidas que se hacen por la puerta grande, sobre los hombros y con la frente en alto, pero a Mario Marín Torres le tocó salir por la puerta chica, completamente solo y con la mirada sobre sus pies. Y tras sus pasos, la soledad. La terrible soledad.
Sin lustre ni brillo, sin prendas de triunfo, “El caballero de la armadura abollada” se refugió en un privado VIP de la majestuosa bodega llamada Centro Expositor para evitar la diatriba y la reacción de los pocos poblanos que se animaron a acompañarlo a su despedida, a su Sexto Informe de Labores, a su último informe.
Abandonado, además, por fieles e infieles, pues su propio hijo político, su invento sexenal, su proyecto fallido, Javier López Zavala prefirió escurrirse en la figura del gobernador mexiquense Enrique Peña Nieto y junto con la cargada de poblanos que un día lo adoraron, ayer ni siquiera intentaron un tímido protocolo de salutación.
Luego de las porras tímidas y muy breves, y los serviles disimulados, de los demás ya nada se supo. Así comenzó el primer día sin poder de Mario Marín Torres, a cuatro días de guardar en el clóset el pesado mote de “gobernador” que cargó los últimos 2 mil 190 días de su vida.
Con el desaire de los poblanos y el salón a la mitad de su cupo, Marín Torres se reveló como ser humano tras vivir seis años en el Olimpo de Los Fuertes, y con las arrugas más profundas de su vida, las ojeras más visibles que el escote de una bella edecán, derramó un par de lágrimas disimuladas.
“Un especial reconocimiento a mi esposa Margarita por su actitud a favor de los más necesitados. ¡Gracias, Mago!, por hacer más digna su existencia. A mis hijos Mario, Fernando, Carlos y Luis por su comprensión y su buen comportamiento”, dijo el mandatario saliente con la voz quebrada y enronquecida.
Respiró profundo y continuó con el protocolo del Informe. Dio paso a la cascada de agradecimientos a gobernadores, representantes de mandatarios, alcaldes, diputados, colaboradores y a los miembros de su gabinete, quienes fueron recluidos en el ala izquierda del Centro Expositor.
Eran casi las 14 horas del vigésimo séptimo día de enero, a 96 horas del inevitable final de su tropezado sexenio, cuando Mario Marín se vanaglorió del poder que gozó: “Nunca me cansé ni perdí el ánimo de servirle a los poblanos”.
Pero ni así, ni con la entonación precisa y los ademanes ensayados, llegó la lluvia de aplausos y vítores que antaño lo hacían sonreír hasta el descaro. Marín se despidió en una enorme y gélida bodega que le hizo saber que el final había llegado.
Antes de bajarse del gigante pódium montado especialmente para el adiós, el “góber precioso” -como será recordado por siempre- cedió el cetro del poder a su sucesor, Rafael Moreno Valle y le deseó suerte y éxito en su administración.
“¡Viva Puebla!”, gritó Marín antes de bajar cuidadosamente las escaleras del pódium, con la armadura abollada por su gobierno acusado de violar los derechos humanos, de poner la estructura gubernamental a los pies de un empresario malhablado, de perseguir activistas y periodistas; de enriquecer hasta la náusea a sus incondicionales; de ceder el poder a la oposición y de hundir a Puebla en los índices de pobreza, competitividad y transparencia.
No hubo porras estrambóticas ni la clásica ovación de pie de sus escasos invitados. No hubo himno ni aplausos desperdigados. No hubo un despistado, siquiera, que se acercara a estrecharle la mano.
Entonces, comprendió que todo había acabado. Los medios de comunicación que día a día le asediaron corrieron tras Enrique Peña Nieto y Beatriz Paredes Rangel, mientras él caminaba junto a sus guaruras y delante de su familia hacia el frío y solitario salón VIP del Centro Expositor.
Entró al pasillo del salón exclusivo y se esfumó entre la marabunta que rodeaba a Peña Nieto. Esperó, con su familia a que llegaran sus incondicionales, amigos, invitados, fieles y seguidores a despedirle.
Aquellos que se enriquecieron en el sexenio, se difuminaron entre la desangelada muchedumbre que ni a cuatro mil llegaba. Ni empresarios ni constructores ni funcionarios ni empleados de la burocracia dorada se dignaron a tomarse una última foto con el hombre que dominó el destino del estado hasta el fatídico 4 de julio, cuando el sueño de la continuidad se derrumbó ante el coctel explosivo de cuatro partidos políticos.
Y llegaron los menos. Subieron por escasos minutos, el gobernador mexiquense con su guarura López Zavala, la alcaldesa capitalina, el subsecretario de Seguridad Pública, su director de Comunicación Social y nadie más. Mientras el resto de los invitados se despabilaba de las casi dos horas de cifras y números y se dispersaba en la megaobra marinista.
Ayer, los marinistas dejaron de existir. El gobernador abandonó, pasadas las 14 horas, su única megaobra con los escombros de admiraciones olvidadas, de hipocresías enterradas y con el eco de las porras que nunca llegaron. Marín se fue con la armadura abollada, sin olvido y sin perdón.
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