Ocurrió el jueves de la semana pasada en el rancho El Capricho de la familia Hannan. Uno a uno llegaron en sus camionetas de lujo. ¿El objetivo? Lamerse las heridas. La convocatoria la realizó personalmente Mario Marín a sus empresarios consentidos, aquéllos que a lo largo de un sexenio se enriquecieron a manos llenas y veían en Javier López Zavala la continuación de su riqueza fabulosa. Se vio por ahí a los Julianes Ventosa. A Édgar Nava, el superconstructor sexenal. También a José González Valencia, el hombre que vende la leche y desayunos calientes al DIF. Al diputado electo y empresario aeronáutico, Ricardo Urzúa. Y cómo no, a Óscar García, aquél famoso por construir hospitales de ricos para pobres, pero sin tomas eléctricas. Y varios más. Empresarios y gobernador departieron mientras Javier López Zavala fue sentado en el banquillo de los acusados. El candidato fallido recibió el desdén de aquellos que ahora ven en él un dinero derrochado sin sentido, y es que ése precisamente fue el objetivo: una catarsis colectiva en contra del zavalismo, el proyecto fracasado que ahora los tiene colgados de la brocha, a la espera del perdón morenovallista.
Las quejas fueron puntuales. En primera instancia, las mentiras usuales del candidato la hora de presumir su ventaja en las encuestas; dos, el menosprecio constante a la oposición; tres, la desinformación a lo largo de la jornada electoral; cuatro, el ridículo magno a la hora de firmar un desplegado de la victoria en El Sol de Puebla, en el que se incluyeron nombres de empresarios que ni siquiera fueron avisados. Y seis, el agravio mortal: que casi cuatro meses después de la derrota, es la hora en que Javier López Zavala no se había dignado a tomar el teléfono para agradecerles a cada uno de ellos su aportación económica millonaria a la campaña. Ni pensar en invitarles un café o una copa. En cuatro meses ni una miserable llamada.
Sentado en el banquillo de los acusados, causante de mil desgracias, Javier López Zavala escuchó la respuesta del titiritero. Los hombres de negocios no saben relatar si estaba rojo de vergüenza, dado el color parduzco de su piel. Marín lo disculpó a su nombre con reproche de por medio, habló de la difícil derrota, pero que en los días por venir debían mantenerse unidos. Que su sexenio terminaba pero la amistad permanecía. Brindis entre el gobernador y sus empresarios favoritos. Camaradería renacida.
Al final, mientras el gobernador era escoltado por los Hannan, padre e hijo, Javier López Zavala buscó a alguno de los que lo llamaron malagradecido. “Claro que te busqué hermano”, se defendía. Obtuvo respuestas groseras. “Pues en mi radio se reciben las alertas y tengo por costumbre regresarlas”. Tras dos o tres contestones semejantes, se dio por derrotado y corrió, cual perrito faldero, a buscar el amparo de su patrón.
La anécdota de la comida en el rancho de los Hannan, el ejercicio de catarsis colectiva, muestra rotundamente porqué Marín llegó a la gubernatura y Javier López Zavala no. Porqué uno es el titiritero y el otro una simple marioneta. Porqué uno cumplió su sueño de gobernar Puebla y el otro, en un sexenio privilegiado, no llegó ni a alcalde, ni a diputado local, ni a notario, ni a gobernador y tampoco a dirigente priista, y con trabajos llegaría a líder de seccional.
Porque uno entiende de tiempos y formas. El otro no. Porque uno tiene concepto del agradecimiento. El otro no. Porque uno utiliza la mentira como estrategia política y el otro, como una forma de vida. Porque uno sabe tomar decisiones y el otro es un abrepuertas. Porque uno dejó para bien o para mal su nombre en la historia de Puebla, y el otro es una pesadilla que pronto habrá de olvidarse. Porque uno es gobernador y el otro su invento sexenal.
Nada más simple y directo. Porque uno es Marín y el otro es Zavala.
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